alemania

No hablaba ni una palabra de alemán y tenía que hacer tiempo hasta las cinco de la tarde. Me había ido a Alemania para gastar todos los ahorros que teníamos. Que teníamos mi mujer y yo. Mi mujer se llama Sandra. Me corrijo: mi ex-mujer se llama Sandra. El mes pasado me entero de que hace dos años que duerme con otro hombre a mis espaldas. Me entero porque me echan de la oficina, y me hundo en una terrible depresión, pensando que mi vida no podía estar peor, pasa el tiempo y nos cortan el cable, Internet, no vienen más los diarios. Yo era un amante de la rutina, y el cambio brusco me había dejado desentendido con mi ser y mi propósito en la vida. Tan así que apenas me adaté al trayecto del sillón al baño y del sillón a la cocina, temía que si hacía otra cosa me hubiese muerto. Literalmente. Si hubiese agarrado el diario para buscar trabajo, hubiese sido tal el calentamiento global en mi cráneo que se freiría como perro que una anciana loca mete en un microondas gigante y disfruta de los ladridos que emite antes de morir sofocado y radiado por esas ondas malas que tiran lo microondas. Así de mal estaban. Tan mal que cuando escuche el mensaje en el contestador del jardinero comprendí de inmediato que mi mujer tenía relaciones con él.
Habrá sido porque ningún jardinero llama preocupado por las plantas, y menos se atreve a decir (por más extraños fetiches sexuales que tenga) que no puede esperar a regar esos jazmines, encima en un tono picantón pero de ravioles bañados en pimienta negra, asqueroso, pegajoso, te diría que serían ravioles con pimienta y gelatina y miel y dulce de leche.
Estaba tan mal, te cuento, tan abajo en un pozo feo, (sin usar más adjetivos, solo un pozo feo), que al cortar el teléfono sonreí. Sonreí mucho y seguí sonriendo.
Agarré una valija, puse todas las cositas pequeñas de valor que pude encontrar. Los collares de su abuela, los aritos de oro de su mamá, los vestidos de marca, los tacos, los relojes, hasta el maquillaje, y las pulseras, y la plata que tenía guardada para regalarle a su sobrino que cumplía dieciocho. Le vendí las llaves de mi casa aun vagabundo por cincuenta pesos, que me entrego en monedas.
Y la valija la vendí en once por el generoso precio de casi seis mil pesos. Con eso me fui al banco, saqué lo que quedaba de nuestros ahorros y me tomé un avión a Alemania. Y ahí estaba.
Haciendo tiempo hasta las cinco de la tarde. Caminé entre los peatones alemanes por horas. Frené en un bar, me tomé un café, volví a la calle. De repente me empecé a sentir raro, como abusado, estaba imaginando los lugares de mi casa que el jardinero habrá estrenado, cuando percibí efectivamente que algo me vibraba. Y buscando en los bolsillos me cuenta que para mi sorpresa el saco era de un color amarillo patito, y en realidad me quedaba bastante apretado, y encima lo que vibraba era un celular rosa, con stickers de florcitas, que emitía a todo volumen una melodía electrónica acelerada, y ahí nomás, cuando levanté la vista ví unos hombres vestidos de negro, con esculturas siniestras en la cabeza, y tiras de cuero colgando de sus hombros como árboles llorones pero malvados y extraños y no podía parar de pestañar, como película entrecortada, giré en círculos y escuché risas y ví a un de espectadores, literalmente, espectadores riéndose. Y ahí estoy, entre bailarines, en medio de alguna plaza importante, siendo fotografiado por turistas japoneses, preguntándome, casi en voz alta, mientras hago un intento de seguir la coreografía de los profesionales. “¿Estaré bailando bien?”
La cita de las cinco con la stripper jardinera tendrá que esperar.

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