(Otra sofía)

no pude cambiar la bombita
porque estaba demasiado caliente
y me queme.
y me duele.
pero no digo nada.
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Ventilador prendido, casi que no hacía ruido, era luna llena, y el reloj se acercaba a la medianoche. Noche sin lobos, ésta, noche sin fantasía ni fantasmas. Celebrabamos sin ninguna buena razón para celebrar. Celebrabamos porque no sabíamos que otra cosa hacer.
Las paredes estaban pintadas de rojo y blanco. Como manchones arbitrarios. Como los días que nunca recordaremos, días irrelevantes, días de charlas pequeñitas, de clima templado, o de paraguas, da igual, días en los que nos da igual. Blanco o rojo, nos da igual, son días que componen nuestra vidas, y aún así, son irreconocibles, son inútiles, son ahogados en generalizaciones de estaciones o fechas o adjetivos. Las paredes eran así de tristes. Ni bien entré, fue suficiente para entender que este día no sería uno de ellos.
El principio lo resumo: dos copas de champagne, hola a la gente conocida, intercambio conversaciones sobre el pasado, el futuro, deportes, dinero, dinero, dinero. Nada me sorprendía, hasta que escuché la voz de alguien cantando. Era la voz de una mujer, que viene del fondo, de lejos, como de muy lejos. Y me animé hacia el fondo del salón.
Y había un karaoke.
Eso no me lo esperaba. Resulta que a los japoneses les encanta el karaoke. Y esta fiesta era organizada por japoneses. De Japón. Japoneses que ilustraban comics. E invitados estábamos otros dibujantes. No sé.
Arriba del escenario estaba tímida una chica de pelo oscuro, prolijo, cortito, usando un vestido infantil, cantando una canción de U2 con un acento forzado, mezclando los versos con ocasionales risas y vueltitas en las que se enredaba y desenredaba con el cable del micrófono.
No pude sacarle los ojos de encima. Estaba completamente borracha.
Y se terminó la canción. Y se bajo del escenario.
Y me acerqué.
Muy buena interpretación. Estoy seguro que Bono estaría muy orgulloso de vos.
Aprecio el reconocimiento de mi talento natural. De chiquita quería ser cantante. Y lo soy, a solas en la ducha.
¿Nunca haces conciertos privados?
Nunca es demasiado tarde para empezar ¿y vos?
Yo no, no hago conciertos en mi baño. Me baño en silencio.
No, eso no, que cuando vas a subir a cantar
Nunca.
El diálogo siguió, interrumpido por ocasionales empujones de ojitos achinados y ojitos normales.
La perdí por un buen rato, y me senté en una mesa a tomar vodka barato. Suele sucederme cuando hay barra libre. La que preparaba los tragos se llamaba Marcela. Sentado al lado mío había un pelado con anteojos. Le aposté 100 pesos a que Marcela era lesbiana. Y le preguntamos. Y gané.
Le di 20 de propina a Marcela y dos o tres frases cortitas casi tiernas, y eso me reservó mi lugar permanente en la barra. Tomé dos o tres tragos más y Marcela le fue a decir al DJ que me llamé al karaoke. Estaba tan distraido pensando en chica del vestido infantil que ni me di cuenta que llamaban mi nombre.
Marcela me arrastró hasta el escenario y empezó una canción de Oasis. Wonderwall. Bárbaro.
Las primeras frases no me salieron y di como seis vueltas buscando la pantalla donde aparecían las letras. No había. Entre risas recordé la letra y me encontré cantando como nunca había cantando en mi vida. Me sentía Sinatra, pero con menos panza. No conocía a nadie, estaba completamente desinhibido.
Si la audiencia no hubiera estando mayormente compuesta por japoneses enanos, me hubiese tirado onda el gato volador a que me agarren. Pero hice la sabia decisión de no hacerlo, y terminó la canción, y me sacaron el micrófono y bajé, o tropecé, con los escalones.
Acto seguido, salí al jardín miniatura y prendí un cigarrillo. Fumaba como mucho un cigarrillo por semana, pero siempre llevaba encima. Había momentos que me exigían a los gritos fumar, el humo, el hábito, había algo tan poético que me transportaba a mi juventud. Lamentablemente. (Ahora me limito a hongos alucinógenos con un amigo de la primaria todos los 14 de febrero.)
Habré fumado por cinco minutos cuando apareció tambaleando la chica infantil. Noté que su vestido de celestes y rosas estaba compuesto por cuadraditos. Muchos. Y mirándole me maree y no escuché lo que dijo.
¿Perdón?
Qué dejes de mirarme las tetas.
Estaba mirando los cuadraditos.
Aham.
¡Te lo juro!
Así empezó.
Nos fuimos juntos a un bar irlandés que ella conocía en la esquina. Invité los tragos con la plata de la apuesta y pedí pochoclo dulce. No sé de que hablamos pero no recopilé datos relevantes de su pasado.
En cambio aprendí que le gustaba jugar al pool y que quería hacerse un tatuaje de Nietzsche. No se afeitaba el bigote, pero tenía amigas que sí. Planeaba raparse al cumplir los 30. A veces se comía las uñas.
Y su nombre era Sofía. Como conocimiento en latín, recuerdo haber pensado, pero no lo mencioné.
Quedamos en vernos. Escribió algo en un papelito y me lo dió. Lo metí en mi bolsillo.
Al llegar a casa noté que era la dirección de su casa.
Me pareció un detalle muy simpático.

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