reina matutina




[A la gente le encanta repetir cosas.]
Me levanto confundido. Suele pasar, sobre todo últimamente, siempre con la mochila al hombro, siempre tropezándome con cosas y gente y más cosas, porque al fin y al cabo parecen ser sólo cosas, objetos inanimados que no me producen ninguna emoción o reacción, pedazos de materia abstracta o concreta que no me transmiten ningún mensaje, y que parecen estar posicionadas casi arbitrariamente para hacerme tropezar.
Hoy no es la primera vez que tengo un accidente, que me choco, que un camión acelera en rojo y me aplasta para hacer de mí y el asfalto uno solo. Lo que cambió fue que hoy pude sorprenderme, tuve la capacidad de asombrarme ante el tamaño y la forma, o más bien ante la curiosa cadencia de obstáculos que hicieron de mi mañana un viaje en tren de Retiro a Tigre, ida y vuelta, ida y vuelta, hasta que el tren se descarrila y aparezco misteriosamente en un mundo multicolor de fragancias desconocidas color rosa y enanitos violetas asquerosamente simpáticos. Mentira, mi terror a los trenes no viene al caso. Entonces.
Me levanté confundido. Apagué el despertador con la mano izquierda. Respiré. Respiré. Uno. Dos. Ojeé el cuarto. Todo seguía como lo dejé. El usual orden infeliz con el que suelo lidiar al amanecer. Fui a la cocina y me encontré con una mujer desnuda tirada en el piso. Me ventilé un poco más, y di media vuelta al living. Vi un caminito de ropa blanca que comenzaba en la puerta de entrada, se trepaba al sillón rallado y terminaba bajo mis pies. Mis uñas estaban largas. Ya era hora de cortarlas.
No sé cuánto tiempo estuve parado frente al espejo del baño haciendo nada.
En cambio, sí recuerdo haber cruzado la cocina en puntas de pie, con cuidado de no despertarla. No lo pensé, pero podría haber estado muerta o enferma o paralítica y yo me puse a hacerme el desayuno como todas las mañanas. Una taza de café, dos tostadas, tres puteadas, dos tropiezos. Me senté a comer, tragar, digerir. No pude no observar el cuerpo inmóvil. Y llegué a la conclusión de que mis sentidos fueron lentamente apagándose con los años. La veía como cuando un niño comparte la bañadera con su primita por primera vez, y confundido la mira y la evalúa y juega a encontrar las diferencias, tocándola con asombro, casi con miedo, con la mano bruta de un niño ingenuo. Ni una pizca de pasión o atracción. Era simplemente un obstáculo en el curso de mi mañana. Estaba boca abajo, con los pies descalzos bajo la mesa, un pelo negro hasta los hombros, mostrando los primeros indicios blancos de la vejez. Completamente desnuda, su color pálido contrastaba con los azulejos de tabla de ajedrez que tiene mi cocina humilde. Tenía la marca del bikini, así que supuse que A: había ido en el verano a la playa, o B: era de esas mujeres extrañas que toman sol en su terraza. Por sus curvas delicadas y su figura esbelta supuse que no sólo era desempleada, sino que pasaba su tiempo libre yendo al gimnasio, corriendo y elongando con un personal trainer mexicano atractivo con el que solía serle infiel a su marido gordo y orgulloso, todos los martes y jueves, a la misma hora. De esto salió una reflexión sobre lo saludable que debe ser mezclar sexo y deporte de manera consistente y rutinaria, y lo moralmente incorrecto que es meterle los cuernos a tu marido de manera consciente y estructurada.
No sé que planeaba hacer, no había un plan A o X, me estaba dejando llevar por mis impulsos matutinos. Nunca se me ocurrió que tendría que entablar una conversación con una mujer desnuda y desconocida a estas horas de la mañana, en mi cocina. Pero sonó el teléfono. Y seguía sonando. Escuché una especie de ruido, como ronquido de gato en celo, o como bostezo de vagabundo. Me preocupé, no por ella, pero por mi falta de respuesta, como tenista que saca y tenista que recibe la pelota con la frente. O no. No se sabe.
Sonó el teléfono, me acuerdo de haber atendido y mentirle a mi secretaria de que mi padre fue atropellado por un taxi. Amarillo. Un taxi amarillo. ¿Podés creer?
Corté. Me acerqué, y al segundo me aparté sobresaltado cuando tomó una bocanada de aire con los ojos abiertos como loca fresquita del manicomio. Me escondí atrás de la heladera y me quedé mirándola.
Giró la cabeza como búho, 180 para cada lado, y despacito se levantó y comenzó a probar mi desayuno. Un sorbo de café, una tostada con manteca, una sonrisa. No me acuerdo que paso después. Si me acuerdo que me saqué la ropa y compartimos el desayuno desnudos, entre risas y carcajadas. Desconecté el teléfono y puse unas pizzas. Se llamaba Natalia, estaba estudiando para ser monja, ojos verdes, orejas, chiquitas, labios tiernos, pómulos marcados.
No le pregunté como llego a mi encantador hogar, ni que representaban las marcas en su espalda, como tatuajes o cicatrices. Por el gustito a Gancia o licor me gusta pensar que se equivocó de departamento, y se tropezó con un mueble, una cosa, un obstáculo.
Y tuvo sexo desenfrenado con un desconocido en una cocina como un tablero de ajedrez.
Mi reina matutina.
Son las 7 am y estoy llegando tarde al trabajo.
Aprendí que las cosas pueden evolucionar en algo más que obstáculos.
Un auténtico accidente celebrado.
Y me subo la corbata.

Comments

AT said…
wasaaaaaaaaaap

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