pingüinos


Hay pocas razones por las cuales un hombre estaría dispuesto a matar a un pariente de su mujer. Como una tía, por ejemplo. Pero antes de proseguir a intentar explicarlas, es importante aclarar dos cosas:
a) no suelo caber cómodo dentro del cubito de la estereotipada manera en la que se usa la palabra hombre, llena de prejuicios de coraje, fortaleza, orgullo, honor, una estúpida pasión por los deportes de contacto físico, una constante omisión de sentimientos y emociones y un forzado instinto por bombear todo lo que hace sombra. Tengo mis días, verás, pero usualmente simplemente no me siento identificado. No vamos a decir que no lo intenté, pero esa cajita es demasiado chica, y a la vez demasiado grande, como si no fuera cuadrada pero algún tipo de triángulo anti-geométrico malvado, y por más que gire y me tuerza, no lo lograré. Me tardo un rato aceptarlo. Me encantaría ser ignorante de todo y seguir, sentirme parte de un club privado. Pero no, un pingüino me recuerda de mi idiotez y pronto vivir no es tan fácil como pensaba.
b)[Preludio] Odio enumerar las cosas, como si fueran todos items separados y categorizados, cuando en realidad parece todo estar tan entremezclado que es imposible separar el chicle de la suela del zapato del trabajo que aborreces. [/Preludio]
De chiquito solía odiar a una maestra de lengua llamada Beatriz. Era cruel, vil, mala, malévola. No se me ocurren más adjetivos, pero si se me ocurrieran, los pondría. Muymuymuy mala. Tan mala que hasta tenía arrugas malas. Solía gritar, pero sólo cuando menos lo esperabas. Golpeaba la mesa con el puño para pedir silencio, y su diálogos se caracterizaban por ser adornados por una seguidilla de amenazas e insultos tan sutiles, pero tan evidentes. El ocasional uso de palabras como tarado o idiota, o hasta tonto, honestamente me herían. Yo me creía tan inteligente, único, superior, o por lo menos standard, normal, culto. Todo esto viene a que en julio del 94', cuando estaba en 5to grado, algo le pasó a una pierna (algunos decían que fue en una pelea en un bar contra seis borrachos, otros que se peleó con palos de billar con su marido, otros que saliendo de un taxi, este aceleró antes de que terminará de bajarse). No vino al colegio por 3 meses. La suplantó una hueca, de 25 años, que solía repartir unas hojas y escaparse a fumar mientras nos decía que trabajemos. Nunca golpeó la mesa, nunca levantó la voz. De vez en cuando se mordía el labio o jugaba con su pelo con la mano izquierda. Cuando Beatriz volvió todos sonreímos al escuchar sus gritos, ya montada en sus maletas y su pata de palo. La habíamos extrañado. Hasta el día de hoy no estoy muy seguro de que aprendí. Pero algo hizo tic. O crack. O cataplum.
Habiendo dicho esto, debería proseguir. Pero estoy cansado, y tengo la mala costumbre de siempre responder a mis impulsos. Y en este momento, quiero dormir. Seguiré después.

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