negación artística

No. Ese no es mi nombre.
Soy titulado desconcertante, desconfiado, desconocido.
Ya era de noche. Apoyé el maletín con rabia; no lo arrojé, no lo tiré, no lo chamusqué contra la pared: con odiosa suavidad lo apoyé en el sillón, y ahora así, casi me ahorco sacándome la corbata, y luego la camisa, y zarandeé los zapatos y dejé caer el cinturón y observé por un segundo el living comedor infestado de ropa. Media vuelta y a la cocina. Busqué en uno, dos, tres armarios. Cuatro, cinco, siete cajones. La heladera. El frizzer. Nada. Abajo del lava platos. Sí. Bingo.
Me serví un vaso. Medio más. Saqué unos hielos. Respire hondo. Me saqué el anillo, y lo acosté con cuidado en la mesada de mármol helada. Me froté los ojos. Me distraje mirando los deliverys pegados en la heladera. Un chau fan; medio kilo de menta granizada: una napolitana; una comedia romántica pésima. "Como en tu casa".
Me estiro, prendo la radio. La última del dial. Me siento en el piso, con mi vaso y los hielos que acompañan mi cavilar descarrilado con el ruido sutil que hacen contra el vidrio.

Me había olvidado mi celular. Eran las 11. Apuré la reunión y me subí a un taxi para buscarlo. Llegué 11:20. La puerta estaba abierta. Antes pasé por el baño. La tapa estaba levantada. En la cocina, todo limpio. Empecé a subir las escaleras. Me acuerdo que escuché música. Cinco, seis, siete escalones. Frené a escuchar. Era Barry White. Ocho, nueve, diez. Sin moverme, vi el celular al lado del jabón, en el baño, y noté que estaba tarde y a pesar de haber considerado irme sin saludarla, puse el aparato en el bolsillo, y entré al cuarto.

Me sirvo dos vasos más. Respiro hondo. Ni me molesto en ponerle hielo. Me agarran ganas de toser, pero no. Entra una luz por la ventana desde el departamento de enfrente. Sigo en el piso, con la espalda contra la pared. Me miro los dedos del pie. Tomo otro sorbo. A mi derecha, veo que dejé la puerta abierta. Fuckit.

Entré. La cama estaba desarreglada. La puerta del baño suite, cerrada, la luz de adentro, prendida. No pude no sentir nada. Me quedé inmóvil, sabiendo exactamente como se iban a desarrollar las cosas. Cerré los ojos en un pestañar en cámara lenta. La luz del baño de apagó. Salió mi mujer, con una de mis camisas a cuadros y un short amarillo cortito que había usado ayer para disfrazarse de colegiala. Sus ojos. Ella también, quedó estupefacta. Muda. Barry White seguía de fondo, I can't get enough of your love. Éramos dos muñecos. Quietos. Esperando. Desde atrás de la cama, el tercero. Un hombre en boxers negros apretados se pone de pie lentamente. Somos tres piezas de ajedrez. No hay reloj. No hay lágrimas. No hay gritos. Pestañeo. El hombre levanta su camisa del suelo. Me doy cuenta que estoy bloqueando la salida. No puedo no quedarme quieto. Mi mujer deja de mirar el piso para mirarlo a él, luego a mí, luego a él. El desconocido casi parece tenerme miedo. Como si yo fuera a sacar una tijera y cortarle la aorta en este preciso instante, bañando nuestro tablero desordenado, quitándole la vida al rey, festejando en silencio un jaque mate apresurado. Me corro a un lado y le hago señas con la cabeza para que se marche. Sin pasar por mis ojos, se va y encara la calle semi-desnudo.

Suena el teléfono. Suena como si hubiese estado sonando hace años. Hace siglos. Me agarra un profundo sentimiento de extraño confundir, un mareo de alta mar, como si tuviera un segundo latido en mi cabeza enviándome una señal en código Morse. Toco tierra firme con mi mano izquierda. Me rasco la barba. Está todo oscuro. Solo entra una tímida luna nueva de una noche nublada. Y hoy, es suficiente.

Quedamos dos. Ella, y yo. Miré alrededor con repulsión, con desapego, y no pude evitar que me inunde una lujuria desenfrenada, mientras quebraba los botones de las camisas y, sobre el piso de madera, compartíamos un sexo imprudente, atropellado, aturdido, casi violento en completa profanación de lo absoluto y misterioso. Una vez terminado me levanté, y también yo salí semi-desnudo a la calle. Quedo una.

Me levanté para buscar otra botella. Me llevé puesto el sillón y tanteé la pared hasta encontrar la luz [No lo sabía en ese entonces, pero la luz, al final de túnel, era un tren de carga aproximándose: chú, chú… chú y chú.]. Caminé hasta la cocina, destapé otra botella en pleno estado de inconciencia y sonreí, ya entregado a la luna nueva y el silencio y una oscuridad invitada para no revelar el vacío. Persiguiendo el cambio, me serví otro vaso.

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