Estas son las mañanitas

Escucho el teléfono y salgo apurado de la ducha. Me frena tan sólo un instante un frío que me da la bienvenida al pasillo, y troto como pingüino malherido, sabiendo que al teléfono no voy a llegar. Pero lo que vale es la intención, me convenzo, porque de lo contrario, me persiguen verbos condicionales por el resto del día: y que si tal, y que si cual. (Yo quería ser bombero, de chiquito, quería ser alto y bigotudo. Enano no soy, pero los bigotes me hacen acordar al verdulero de la esquina de Juncal, y por eso nunca los dejé crecer.)
Sigo dejando rastros, gotitas ordenadas, como migas de pan y Hansel y Gretel. Hace mucho que nadie me lee un cuento. Hace mucho que estoy parado en el mismo lugar, frente a un teléfono callado, y se observa una laguna tímida en la alfombra.
Termino de cambiarme, salgo a la calle y me siento en los escalones.
No hay nadie.
Del lado de enfrento veo un árbol de tronco flaquito que se asoma entre la maleza casi artificial del lote vacío. Las ramas y las hojas recién comienzan a la mitad de su tronco pálido, que contrasta con el verde muy verde de su melena. No veo ningún nido de hornero. Y tampoco es bueno para trepar.
En cambio, sería un buen cepillo de dientes para un gigante.
Orgulloso, me permito continuar hacia la parada.
Por suerte el camino hasta la oficina es largo, y una vez arriba del colectivo, con la cabeza rebotando contra la ventana, mi mente puede abstraerse y flotar, como haciendo la plancha en el Mar Muerto.
Pronto me siento pequeñito, así en diminutivo, confundido entre la diferencia entre el kung fu y el karate. Honestamente. Los primeros 10 años de vida estuve convencido de que nací destinado a ser un power ranger rojo. Pero aún teniendo miles de horas de capítulos de esas figuras multicolores, y habiendo sido traído a este planeta oscuro para salvar a la humanidad y andar en robots extrañamente enormes y torpes, no sabría decirte si los power rangers hacían kung fu o karate. O tai chi. O ninjitsu. O taekwondo. Y a estas horas de la mañana, verás, estos dilemas son esenciales.
Yo pienso en figuritas de acción. La rubia de al lado en un castillo construido con cosméticos y el gordo quiere abrir la ventana del asiento de adelante pero la vieja no lo deja, y sabe que no se va a poder sacar el saco en todo el día, por las marcas en la camisa. De sudor. De odio. De ganas de abrir ventanas. No sé.
Tengo la mala costumbre de autoperdonarme todas las mañanas. No importa qué haga, qué piense, qué diga, todo está bien porque es la mañana. Y las mañanas son horribles, porque levantarse no está bueno. Entonces no dejo pasar a la señora saliendo del ascensor, no ayudo al ciego a cruzar la calle, no le devuelvo la sonrisa a la farmacéutica, no me afeito, no me peino, no me ajusto la corbata. No me apuro. No me lavo los dientes, no le doy monedas al quiosquero, no le hago caso a mi vieja y rompo la dieta, no puedo no gritarle a la pobre chica que vende los boletos en la estación, no puedo no pegarle al obrero que le grita bombón a mi vecina, no puedo evitar que me deje el ojo morado como pasa de uva vieja. No puedo no llegar tarde, no puedo concentrarme, no puedo trabajar, no puedo no mirarle el escote a Vicky, no puedo no mirarle el escote a Susana, no puedo no poner cara de asco cuando pasa Francisca, no puedo ir al baño y mear tranquilo sin que algún clásico ofinicista reprimido quiera hacer de mí su nuevo mejor amigo. En el baño. Hacerse amigos. No se puede creer.
Se hacen las doce, el sol pesado sobre nuestros hombros, pleno mediodía; mi mente analiza el caos matutino, lo estructura, lo identifica, lo categoriza, finalmente lo acepta y en la primera vidriera que cruzo al salir del edificio en mi recreo del almuerzo, me perdono. Simplemente, me perdono, y está todo bien, porque levantarse no está bueno, y las mañanas son difíciles. Por no decir imposibles.

Comments

Anonymous said…
leyenda serás en el barrio, saliste sin vestirte.
En serio: me encantó.

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