Le gustaban las cosas pequeñas. Mientras tomábamos desayuno, solía sacarle el costadito al pan lactal. Solía mezclar el dulce de naranja y el dulce de leche y lo acompañaba con una chocolatada temperatura ambiente. Siempre con mueca de algo, hacía más de una cosa a la vez. Tomaba el desayuno y se cortaba las uñas. Leía el diario y miraba tele. Se cambiaba y hablaba por teléfono. En el colectivo siempre viajaba parada. En el subte prefería sentarse. Tenía manos torpes para lo cotidiano pero hábiles para el violín. Tocaba como sirena desde el fondo del mar, solía tocar con los ojos cerrados y muy seria. Tenía unos libros viejos de partituras clásicas y de jazz de su abuelo que tocaba una y otra vez. Me encantaba. Creo que la primera vez que la vi tocar, fue la primera vez que comprendí que esa mujer tenía algo para ofrecerle al mundo. No se me ocurre nada mejor, pero fue un instante de aquellos que se caracterizan por estar llenos de claridad y luz, un impulso del corazón o de la mente que arrebata la niebla para dejarnos ver lo que tenemos debajo de nuestras narices. Personas y errores y gente y dolor y violines que suenan como caracol ahuecado.

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