Bum


Monólogo de un idiota III


Me desperté con otro dolor de espalda importante, casi del tamaño de la copa de anoche o de mis cordones negros entrelazados en el zapato también negro y le agregamos una media fucsia y otra marrón, probablemente también de ayer.
Bajé el ascensor mirando fijo al espejo y su opuesto, y los miles de personas tan parecidas a mí, tantos juntos, una mera ilusión, pensé, cuál será más real, mientras la caja de espejos paró o frenó en algún piso, y una chica de medias fucsia abrió la puerta con cara pintada de pancho de madrugada y café mal preparado. Sin amor dicen algunos; yo digo mal preparado.
Igual ni se gastó en mirarme, ya estaba concentrada o abstraída en algún otra lado, pensando en otro príncipe azul, seguro, o capaz ni me veía, no sé, (me asustó decir no sé), mientras la espiaba por el espejo y observaba una línea blanca insólitamente familiar que trepaba su hombro y se escondía en su escote en V.
El resto sigue como sigue: caminé mis cuadras sonámbulo, aturdido por el silencio de la mañana y los ceños fruncidos en todos lados, hasta en la secretaria, que ni levantó la cabeza para olvidarse de saludarme y ya me gritaba y me escupía que el jefe quería verme de inmediato en su oficina, que además bien lejos quedaba, bien arriba, me parece recordar, tan lejos que esperaba que uno de estos días el mismísimo dios lo bajara de un sopapo. Pero no.
De todos modos recuerdo que subí, medio harto de los ascensores ya, y sus patriotas, con sus trajes tan prolijos, casi tan prolijos como el de al lado, pensé, casi tan tarados, mientras subíamos, y me iban dejando solo, y subíamos, yo y mi propio espacio vacío, hasta el punto de extrañar a los verdaderos oficinescos burocráticos y odiar la anti-claustrofobia de este ascensor despreocupado, hasta el punto de hacer una decisión, que no era una decisión sino un hecho inevitable, en el momento que paró, o frenó, y casi inconscientemente me bajé.
Y abrí la puerta casi de un portazo.
Casi por que los portazos generalmente se dan cuando se cierra una puerta.
Y además casi porque la frené, o paré, antes de que chocara contra una estatuita de nosequién, inmóvil, muy quietita para ser de precio, atascada con esa cara de ñoqui come-hamburguesas las 24 horas del día. Y lo reflexioné. Lo reflexioné, cuidadosamente, con unos alaridos de fondo de una versión barata y quejosa de Pavarotti, doblada al chino avanzado. Y mientras, como si no fuera suficiente, el re-retrasado de bolsillos llenos me explicó, me reiteró y me volvió a explicar, las consecuencias (las de siempre) por no haberme fumado el sistema con pipa y no haber ignorado el humo negro y la niebla y el sol y la luna y todo lo demás que alguna vez podría importar.
Pero lo hago, y me olvido, me encuentro con unos amigos, y entre cervezas, se escucha el silencio, una vez más, de un presente vacío.

Comments

Crispín said…
Imposible no encariñarse con el idiota.

¿Qué habrá sido de la vida del maniquí?
Caetano Evon said…
Y...
vos sabés...
hay cosas que son inevitables...

(como la idiotez)
Zoe said…
Me ha encantado el monologo del idiota...quizás también soy una idiota y entre idiotas creemos entendernos...

Aunque como alguna vez me dijeron: "todos tenemos nuestros 15 minutos de idiotez al dia"

De ahí que yo digo:"ahora depende que tan largos son esos quince minutos...porque tus 15 minutos pueden ser distintos a mis 15 minutos"

Saludos desde La Clínica.
al personaje del dibujo: ¡cuidado, ese dedo está cargado!

BSS

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